Anoche tuve pesadillas. Una
muñeca de tamaño real me perseguía vestida con un hábito franciscano. Yo corría
y corría entre conejos muertos. Muchos conejos muertos. Sudaba y sudaba hasta
que otro hábito franciscano me atrapó. En el interior de la tela de saco una
voz salía de unas barbas medio canas:
-No pasa nada, no corras,
Comandante. Ahora te vendrás con nosotros y te desarmaremos la vespa.
-¿Cómo?-le contesté al tío de barbas, mientras la muñeca me miraba como si intentara comunicarme algo, pero
sin decirme nada.
-Tu vespa tiene demasiado aceite,
hay que purgarla -me dijo el franciscano ofreciéndome un botijo.
A las ocho de la mañana me desperté
como todos los días, pero sobresaltado. Me dolía todo el cuerpo y la boca me sabía a resaca de anís,
y llevo un mes sin beber ni una cerveza. Tardé unos segundos en darme cuenta de
que estaba a salvo, en mi casa y quien dormía a mi lado era mi mujer. Respiré profundamente
intentado reducir las pulsaciones, al menos lo suficiente para que el pecho no
me doliera.
Pero no tardé mucho en que me
volviera la preocupación. ¡Hoy era la salida de san Simpliaciano! Encontrarme
de nuevo con los degenerados del Vespeando Escúter Club tampoco era un plan
perfecto para el sábado. Me metí de nuevo en la cama: eran mejor mis pesadillas
que irme con esa panda de vesperos raros que se creen simpáticos.
En la cama, mi mujer me dio un
codazo. “¿No te ibas hoy con la vespa?”. “No”, le contesté tapándome la cabeza
con la almohada, buscando que me martirizara el franciscano de nuevo en mis
sueños. “Venga, cariño -me dijo- tienes que socializar, que tampoco es tan mala
gente, si estarán Óscar, Agustín, Fran, Antonio Rayo y… José María”. “¡No, este
no, este no le quiero…!” ¡Joder, pues era el único que estaba de todos ellos!
Pero de esto me enteré luego. Como
dijo Jack el Destripador, vamos por partes:
Al final tomé la medicina de la
ansiedad, la vespa y haciendo de tripas corazón (cómo me gusta esta frase), me
fui a la calle de la Reina. Cardi, con un hábito franciscano, me recibió con un abrazo; una muñeca sexual, con otro hábito marrón, estaba sentada
en una vespa. Yo comencé a temblar. Me dieron un pañuelo con una estampita de un santo, como
para calmarme, y un trago de botijo que me sorprendió que no fuera anís.
Nos hicimos una foto de grupo. Yo
sonrío en ella con miedo.
Salimos hacia Villaconejos como solemos
hacerlo, cada uno como si no hubiera quedado con nadie, a nuestra bola. Unos
paran en la gasolinera, otros van y luego te los encuentras en dirección
contraria. Nada sorprendente. Hasta que pasamos Ciempozuelos. Entonces ocurrieron
cosas raras. Una especie de calima salía del asfalto. Y gente como Javi y Paco
desaparecieron. Luego…, conejos muertos. Muchos conejos muertos y muy grandes. La
cantidad era sorprendente, pero el tamaño de los cadáveres casi era más
asombroso.
Llegamos al Cerro de los Ángeles,
el lugar más sagrado del Sur de Madrid y los de vespeando se mofaban de las
banderas vaticanas, blasfemaban y pasaban a la basílica sin respeto. Uno, que
no quiero decir quien fue, tocó el agua bendita y salió una columna de vapor de
agua, mientras que las mujeres que nos acompañaban reían muy agudo. Me recordó
la película “Pactar con el Diablo”. Yo quería irme corriendo, huir de ellos. Rogelio
lo consiguió (o al menos eso creo, me dijeron que estaba bien. Quizá lo convirtieron
en conejo).
Volando a Ciempozuelos, yo, ya
he dicho, intentaba escapar, pero me seguían, dije que no sabía donde estaba el
mesón, pero Pablo, Antonio y Trivi eran mis custodios. Los intenté dar
esquinazo. Imposible.
Me dejaron en paz mientras comíamos, y en la sobremesa Ana, la dulce Ana, me dio conversación para despistarme. Cuando
me di cuenta no había nadie más en el mesón. Salí y todos, todos, miraban como Cardi
desarmaba mi moto, mi Montse, la abrían las tripas y le quitaban líquidos
pronunciando a voces palabras en latín.
Manolo no hacía más que pedir
dinero y yo se lo daba, le daba todo lo que me pedía, hasta ochenta euros se llevó. Así pude
recuperar mi moto y escapar, al menos hasta Aranjuez, donde me volvieron a atrapar
para probarme una cazadora, que decían que era la 4XL, pero era muy pequeña (yo
tengo la 2XL) y se reían de cómo me quedaba. Todos, hasta Pablo, que
parece un tío serio, se carcajeaban a voces. Me sentí como Alicia en el País de
las Maravillas. Noté como yo crecía y mi ropa menguaba… Hasta… que al final… lo
comprendí todo: me acordé que uno de los conejos muertos, el más grande, llevaba
chistera y un gran reloj de bolsillo. Solo faltaba la Reina de Corazones. Me
habían embrujado.
También a Carlos le embrujaron la
moto. Pobrecillo.
Me da mucho miedo volver a dormir
hoy.
Como siempre os deseo a todos lo
mejor. Encuentro un verdadero placer juntarme con vosotros para hacer unos kilómetros
en vespa, comer y echarnos unas risas. Pero
disculparme que esta vez solo voy a tener palabras de agradecimiento para un protagonista,
José María (cosa que tenía que haber hecho en la comida, imperdonable por mi
parte). Todo lo que hace por nosotros me parece más que encomiable. Es un
verdadero lujo tenerle al frente de nuestro club. Quiero agradecerle particularmente
el día de hoy. Todo lo que le diga es poco. GRACIAS (con mayúsculas), Jefe.
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